Santiago y Esteban: un cuento de gastronomía y tradiciones saltillenses

El pasado 4 de septiembre de 2022 falleció Jesús Salas Cortés, docente y promotor cultural quien dedicó su carrera al rescate de la cocina tradicional del estado. En Amonite les presentamos este texto inédito del autor: un cuento para niños donde podemos conocer o reencontrarnos con las tradiciones y la gastronomía saltillense.

Por: Jesús Salas Cortés

Santiago es el hermano mayor de Esteban. Los dos nacieron en Saltillo, pero cuando eran pequeños se mudaron a la ciudad de México porque su papá había conseguido un nuevo trabajo. Este año estaban muy emocionados, pues pasarían las vacaciones en casa de sus abuelos que vivían en Saltillo. Sabían algunas cosas del lugar dónde habían nacido, la mayor parte eran recuerdos que sus papás les habían contado por las noches. 

Sabían que Saltillo estaba en el estado de Coahuila y que era conocida como la tierra del sarape gracias a los bonitos textiles que los primeros fundadores habían aprendido a tejer. Su papá siempre les decía: 

—Un buen sarape de Saltillo debe de tener muchos colores y un hermoso diamante. 

—¿Qué es un diamante, papá? Preguntaba Esteban. 

—Son las figuras que los artesanos tejen en el centro del sarape, se necesita de mucha paciencia porque son muy complicados de hacer. 

Su mamá les había contado que la ciudad de Saltillo era reconocida por el pan de pulque y por todos los museos que se encontraban en el centro histórico: 

—Ay, niños, ojalá puedan visitar el Museo del Desierto, el Museo de las Aves, el del Sarape y el de la Revolución Mexicana. 

—¡Qué aburrido, mamá! —respondió Santiago. 

—¿Aburrido? ¿Sabían que en el Museo del Desierto hay restos de dinosaurios? 

—¿Dinosaurios? ¡Sí, yo quiero ver a los dinosaurios! —gritaba Esteban interrumpiendo la conversación.

Cuando llegaron a Saltillo los hermanos estaban sorprendidos con la casa de sus abuelos, ya que era muy diferente al departamento donde vivían con sus papás. En la ciudad de México su casa estaba en un edificio de muchos pisos en una colonia muy alejada de todo. Por el contrario, la casa de los abuelos en Saltillo estaba muy cerca del centro de la ciudad. La fachada tenía una puerta impresionante de madera y unas ventanas exageradamente altas; adentro de la casa había un patio muy grande con un árbol al centro que daba mucha sombra y todos los cuartos estaban alrededor. 

—¡Aquí podremos jugar, Santiago! —gritó Esteban muy entusiasmado. 

Sus abuelos los abrazaron con mucho cariño, como si nunca los hubieran visto. La abuela los llevó adentro de la casa donde ya tenía lista una olla con tamales y otra con champurrado. La cocina era muy grande, estaba cubierta de azulejos de color blanco y tenían muchos platos y tazas de color azul. Sobre la estufa había unas ollas calientitas que despedían unos olores exquisitos y hacían unos ruidos muy extraños: 

—¿Por qué suenan así las ollas abuela? —preguntó Santiago. 

—Son las monedas que puse en el fondo de la vaporera de los tamales. 

—¿Ahí guardas tu dinero abuela? —exclamó Esteban. 

—No —reía la abuela, mientras les explicaba que el ruido de las monedas indicaba que los tamales ya estaban listos.

Mientras comían los deliciosos tamales con champurrado calientito Esteban observaba la cocina. Unos frascos que contenían fruta adentro llamaban su atención: había unos con manzanas, otros con duraznos y algunos con higos. Su abuela le contó que eran mermeladas, dulces y conservas que ella había preparado y que luego podían probar.

Después de jugar toda la tarde en el patio de la casa con Pulque, el perro de sus abuelos, Santiago y Esteban se quedaron mirando al cielo. Era fascinante. Los atardeceres en Saltillo eran muy diferentes a los que habían visto, pues el cielo se veía de muchos colores y muchas tonalidades: había rojos y naranjas, pero también azules y morados. 

Por la noche el abuelo tomó su guitarra y se puso a cantar con sus nietos. Se sabía muchas canciones, de muchos cantantes y de diversos ritmos. Tocaba rancheras y huapangos, pero sus preferidos eran los corridos de Saltillo, el de “Rosita Alvirez” y el de “Agustín Jaime”. Santiago escuchaba atento a su abuelo: 

Año de mil novecientos
presente lo tengo yo
en un barrio de Saltillo
Rosita Alvirez murió

Su mamá se lo decía
Rosa esta noche no sales
Mamá no tengo la culpa
que a mí me gusten los bailes

El sábado por la mañana los hermanos se despertaron muy temprano. Después de almorzar machaca con huevo y tortillas de harina, su abuela los llevó al mercado a comprar frutas y verduras para toda la semana. Al llegar al mercado quedaron sorprendidos, ya que sus papás regularmente compraban todo en tiendas de autoservicio. 

—Aquí la fruta está más fresca y más barata —explicaba la abuela.

—¡Pásele doñita! ¡Pruebe sin compromiso! —gritaban los dueños de los puestos.

Los vendedores estaban en la calle. La abuela les había explicado que era un mercado ambulante que se ponía en diversas colonias de la ciudad. Vendían de todo: frutas y verduras, comida, juguetes, artículos de limpieza, flores, macetas y muchas cosas más. 

Después de caminar un poco llegaron a un puesto. Era el negocio de don Pancho, un señor que desde hace mucho tiempo le vendía frutas y verduras a la abuela de Santiago y Esteban. Cuando llegaron los vio muy acalorados. Tomó dos naranjas, las partió por la mitad, les exprimió un limón y agregó sal y chile en polvo (del que pica) y se las dio a los niños. Estaban muy sabrosas y, sobre todo, refrescantes.

Don Pancho vendía muchas cosas, pero su especialidad eran las frutas y verduras de la región: ofrecía manzana y membrillo de la sierra de Arteaga, melón y sandía de San Pedro de las Colonias, y nuez y uva de Parras de la Fuente. Mientras Don Pancho atendía a sus clientes Santiago le explicaba a Esteban que todos esos lugares eran ciudades muy cercanas a Saltillo. 

Después de hacer las compras en el puesto de Don Pancho se dirigieron al de don Nazario, un señor con bigote y sombrero que vendía sus productos en una bicicleta grande y que en la parte delantera tenía un letrero colgado que decía “Frutos del Desierto”. Vendía: tunas, nopales, pulque y aguamiel. 

Santiago y Esteban vieron con asombro que don Nazario tenía sobre su bicicleta un tronco de madera gigante que cortaba en rebanadas con un serrucho. A cada rodaja le ponía limón y chile y las vendía en pedazos de papel estraza. 

—Mira Santiago, la gente se come los pedazos de madera y luego los escupe. Dijo Esteban. 

—No es madera, es “quiote”. Un producto del maguey que tiene muchas propiedades. Lo muerdes, le sacas el jugo y escupes el bagazo, —explicaba don Nazario mientras les daba a probar. 

También les contó que venía de un lugar donde él mismo cosechaba todo lo que vendía y que estaba muy orgulloso de todos los productos que el campo le daba. Les platicó que en su rancho tenía nopales y todos los días cortaba algunas pencas y él mismo les quitaba las espinas con sus manos. En algunos meses los nopales daban tunas verdes, rojas y amarillas. 

Les explicó que en su rancho tenía un sembradío de magueyes que producían aguamiel con la que preparaba pulque y miel.

—Queremos comprar un poco de pulque, porque en la noche voy a hornear pan, —dijo la abuela. 

—¡Yo te quiero ayudar abuela! —gritó Esteban.

Después de que la abuela terminó sus compras todos regresaron a casa donde el abuelo ya los esperaba. Por la noche comenzaron a preparar el pan. La abuela le pidió a Santiago que hiciera un volcán con la harina de trigo y a Esteban que le pusiera un chorrito del pulque que habían comprado en el mercado. Luego agregó manteca, huevos y azúcar y se puso a amasar. 

—Ya lo quiero probar abuela, —dijo Santiago  

—Estará listo hasta mañana pues la masa debe descansar, —contestó la abuela. 

—¿Descansar? —preguntó Esteban. 

—Sí, para que tenga mejor sabor, —respondió la abuela, mientras hacía bolitas con la masa y las ponía en una charola.

El domingo por la mañana el rico olor del pan recién horneado despertó a Santiago y Esteban. Los dos corrieron a la cocina y encontraron a su abuela que justo estaba sacando la primera charola del horno de la estufa. Les sirvió un vaso de leche y comieron del delicioso pan de pulque que entre todos habían preparado. 

Más tarde todos fueron a la fiesta de la iglesia que estaba cerca de la casa de los abuelos. Caminaron por un par de calles empedradas y justo cuando llegaron al lugar los niños vieron mucha gente afuera del templo. Había puestos de comida, juegos mecánicos y unos danzantes que bailaban al ritmo de los tamborazos. Esteban vio una fila interminable de escalones y al pensar que tenía que subirlos uno por uno, exclamó:

—Abuelita, estoy muy cansado y tengo mucha sed. 

—No te preocupes, vamos a refrescarnos en el ojito de agua. 

Luego de subir unos escalones, entraron a un cuartito muy pequeño que tenía un hueco por donde pasaba el agua por debajo de la tierra, como si fuera un río. Su abuelo les explicó que justo ahí había sido fundada la ciudad por el capitán Alberto del Canto: 

—Le puso el nombre de Saltillo por el pequeño salto de agua que vio cuando llegó a estas tierras.

—¡Qué rica y qué fresca está el agua de Saltillo! 

Después de tomar agua del saltillo, todos se dirigieron al interior de la iglesia. Santiago y Esteban observaban las imágenes, cuando de pronto el ruido del tambor comenzó a sonar. Se escuchaban los huaraches con lámina y las sonajas. Los matlachines entraron al ritmo de los tamborazos. Entre ellos se paseaba un señor con una máscara, un traje hecho de trapos y una muñeca en la mano. Esteban se asustó, pero su abuela le explicó que era un muchacho disfrazado de el “Viejo de la Danza”. 

Al salir de la iglesia los abuelos llevaron a Santiago y Esteban a comer en uno de los puestos que había por la fiesta. El abuelo pidió un chile relleno, la abuela unas deliciosas enchiladas con papitas y los niños unas flautas de pollo con crema. Todos tomaron aguas frescas de frutas naturales. 

Después de comer el abuelo llevó a sus nietos a los juegos mecánicos. Primero se subieron a los carritos chocones y después al carrusel, luego jugaron a la lotería con la abuela y se ganaron muchos premios. Por la noche Santiago y Esteban vieron los juegos pirotécnicos que prendían afuera de la iglesia. Eran de muchas formas y de muchos colores, pero lo que más les llamó la atención fue la hermosa cascada de pirotecnia que iluminaba todo el templo. Más tarde regresaron a la casa de los abuelos. 

A la mañana siguiente, los papás recogieron a Santiago y Esteban, pues debían regresar a la ciudad de México. Los niños se despidieron de sus abuelos y les dijeron que tenían muchas ganas de volver y de estar más tiempo con ellos. Los papás les prometieron que el próximo año estarían durante todas las vacaciones para que pudieran conocer más de la hermosa ciudad de Saltillo.

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