El poeta que descubrió una vacuna

En estos días en que las vacunas se han convertido en un arma indispensable para luchar contra la pandemia, vale la pena recordar la historia de Edward Jenner, el hombre que salvó millones de vidas.

Por: Amonite

En estos días en que las vacunas se han convertido en un arma indispensable para luchar contra la pandemia, vale la pena recordar la historia de Edward Jenner, el hombre que salvó millones de vidas.

Por: Laura Puentes

Edward Jenner llevando a cabo la primera vacunación a James Phillips, el 14 de mayo de 1876.

Corría el año de 1749, para ser más exactos era el 17 de mayo de ese año, cuando en la localidad inglesa de Berkeley nacía un pequeño llamado Edward Jenner.

Aquel pequeño lleno de curiosidad e inteligencia crecía y vivía observando y aprendiendo de todo lo que estaba a su alrededor. Así como se maravillaba por el canto del grillo, se asombraba de de cómo una pequeña cabra alumbraba a su cría.

Al crecer el joven Jenner se volvió un “sabio-poeta”, descubrió su pasión por la escritura y este medio se convirtió en la mejor manera de expresar sus sentimientos a través de la poesía.

Aunque tenía todo el talento como escritor no sería este el campo en que ganaría fama, sino por hacer un descubrimiento que revolucionaría la ciencia para siempre: la vacuna de la viruela.

Las palabras de una ordeñadora

Edward se trasladó a Sodbury en 1761 y ahí empezaría su formación como cirujano y farmacéutico bajo las órdenes del médico del pueblo, Abraham Ludlow. 

Ahí Jenner oiría por primera vez algo que despertaría en él la curiosidad científica que daría comienzo el proceso para crear la vacuna. Un día Sarah Nelmes, una ordeñadora de vacas, comentó: “Yo nunca tendré la viruela porque he tenido la viruela bovina. Nunca tendré la cara marcada por la viruela”.

En 1770, Edward inició sus estudios en el Hospital de San Jorge de Londres, pero aquellas palabras dichas por Nelmes seguían dando vuelta en su cabeza. Con el tiempo se convirtió en discípulo del famoso cirujano y anatomista John Hunter y no solo eso, también se convirtió en uno de sus mejores amigos, amistad que perduraría hasta el fallecimiento de su mentor.

El primer niño vacunado

Por aquellos días Jenner regresó a su hogar en Berkeley, la cual era azotada por una epidemia de viruela. Ahí el joven intentó implantar un método que había estudiado en el Hospital de San Jorge y que se conocía con el nombre de “variolización“.

Este proceso no era nuevo, había sido introducido en Londres en 1721 por la esposa del embajador inglés en Turquía, Lady Montagu, y consistía en inocular a una persona sana con material infectado. Sin embargo, aún no era completamente aceptado por la comunidad médica.

El 14 de mayo de 1796, Edward Jenner decidió vacunar a un niño de ocho años llamado James Phillips con un poco de materia infectada que obtuvo de una persona que padecía la viruela bovina. El pequeño desarrolló una fiebre leve que desapareció a los pocos días. 

Luego volvió a inocular a Phillips, pero esta vez con viruela humana para comprobar si el niño se enfermaba. Los resultados fueron contundentes y el niño ni contrajo la enfermedad ni murió, con lo cual Jenner tenía una prueba definitiva para poder terminar con la epidemia.

El gesto de Napoleón

Edward Jenner explicó su procedimiento en un escrito llamado Investigación sobre las causas y los efectos de la viruela vacuna, sin embargo, la Asociación Médica de Londres se opuso al tratamiento, a pesar de haber probado con éxito la inoculación en 23 personas.

Sin embargo, con el paso del tiempo fue evidente que el descubrimiento de Edward Jenner era acertado, por lo que en 1840 el Gobierno inglés prohibió cualquier otro método de vacunación contra la viruela que no fuera el suyo.

Napoleón Bonaparte reconoció el trabajo de Jenner y pidió  vacunar a todos sus soldados con su método, a pesar de estar en guerra contra Gran Bretaña. Más de siglo y medio después, en 1980, la Organización Mundial de la Salud declaró erradicada la enfermedad en el mundo.

El hombre que amaba la poesía y la naturaleza, y que dedicó su vida a la investigación científica, murió el 26 de enero de 1823, a la edad de 73 años, en su mismo pueblo de Berkeley.