¿Para qué quieres un dinosaurio?

En los pueblos de la región sureste de Coahuila, la gente contaba que había gigantes tan grandes que usaban las montañas como almohadas y los bosques, de cojines.

Por: Quitzé Fernández

dinosaurio y montañas
»Daniel Galindo

En los pueblos de la región sureste de Coahuila, la gente contaba que había gigantes tan grandes que usaban las montañas como almohadas y los bosques, de cojines.

Al paso de los años fueron evolucionando hasta quedar de nuestro tamaño, pero sus restos quedaron sepultados bajo montones de piedras: hombres, animales, aves y monstruos marinos que habitaron el mundo que conocemos ahora.

En esas tierras de cactus cenizos y cielos despejados, hubo un mar poco profundo cuya orilla era un pantano. Scott Sampson, paleontólogo del Museo de Historia Natural de Utah, contó a la agencia de noticias Reuters: “…Debió haber sido un tiempo precioso para estar ahí, muy cálido, muy al estilo del Mediterráneo; pero tenías que preocuparte con la presencia del Tiranosaurio…”.

Martha Carolina escuchó esas historias, imaginando que la montaña de piedra porosa que vigilaba el rancho propiedad de papá, era el lomo de un dinosaurio. Cada  fin de semana viajaba con su familia a La Florida, perteneciente al municipio de Ramos Arizpe. A través de la ventana del coche perdía su mirada en la aparente ausencia de vida silvestre. Había escuchado que hubo agua, que hubo vida, que hubo playas de arena blanca y frutos de sabores dulces. Teodoro, su papá, descansaba de la ciudad sembrando duraznos, nogales y membrillos que perfumaban de aromas la infancia de sus hijos; ellos corrían por el campo levantando piedras que llamaran su atención. Unas en formas de caracol, otras como conchas marinas que encerraban ecos de sirenas. En una ocasión, Martha Carolina recogió un puñado de caracoles, preguntando:

— ¿Por qué estos caracoles están blancos y se quiebran? ¿Y estos otros están hechos piedra?

Teodoro encogió los hombros. Martha Carolina de alguna manera entendió el mar; lo tenía en las manos, inmóvil: suspendido en el tiempo.

— Los primeros que colecté fueron conchas y caracoles petrificados, eso me dio mucha inquietud: ¿Por qué estaban hechos piedra?, y después: ¿Cómo es que eran partes de lo que era el Mar de Tetis? Un mar que existió́ y desapareció. Nosotros nos íbamos en vacaciones o días calurosos al rancho. Había un cerro que tiene la forma del lomo de un saurópodo, o el monstruo de Lago Ness, ahora así lo veo.

Ya en la adolescencia, afuera de las oficinas de Correos Mexicanos, en la calle Victoria, de Saltillo, Martha Carolina encontró una persona que vendía collares y pulseras, y algo parecido a un colmillo llamó su atención… algo que había recogido en repetidas ocasiones en el desierto. Emocionada señaló con el dedo.

— ¿Qué es eso?

— Es un diente de tiburón — respondió el comerciante.

Era igual a los objetos de esmalte negro que había encontrado en los llanos, sólo que de color blanco. Emocionada, Martha Carolina quedó pensativa. Tenía el mismo brillo en los ojos que le nacen cuando explora las montañas; cuando explica mundos que existieron… de cuando preguntó a papá sobre los caracoles convertidos en piedra.

— La primera intriga fue: ¿Qué vivió aquí? ¿Qué nadó antes que nosotros? La segunda intriga que me causó en aquel entonces, fue: ¿Por qué no han cambiado los dientes en tantos millones de años?

Martha Carolina Aguillón Martínez, descubriría Velafrons Coahuilensis, el dinosaurio más completo del que se tenga registro en México, una especie de Hadrosaurio, o Pico de Pato.

Fragmento del libro La mujer que encontró dinosaurios en su casa (El Chamuco, 2017).